Las mareas, como la
mayor parte de los fenómenos naturales, surgen, valga la redundancia, de manera
natural, y eso las hace mágicas. Aunque hoy sabemos que el Sol y la Luna son
capaces de generar una marea, aunque a posteriori es posible dar con la
explicación científica que argumenta como se ha puesto en marcha una en
concreto; afortunadamente en unos casos y desgraciadamente en otros, no somos
capaces de vaticinar con precisión cómo de intensas van a ser ni qué se van a
llevar por delante. Y cuando una marea llega, cuando nos vemos inmersos en
medio de una tormenta en el mar, solo podemos esperar. Los rompeolas sufren los
primeros golpes, las playas quedan desiertas, los barcos zarpan a puerto o
capean el temporal…. Pero no hay nada que podamos hacer para detenerla, para
pararla. Ella decide cuando llega y ella decide cuando se va.
Una cuestión de principios, y no de egoísmo
como apuntaban algunos, hizo estallar una marea humana sobre los adoquines, una
marea blanca. Cada mes, miles de profesionales han salido a las calles de
Madrid a defender simple y llanamente el derecho a la Sanidad. Y con su gesto
defendían sin saberlo, o sabiéndolo, la sanidad de todos los españoles. Cada tercer domingo de cada mes nos han
honrado a todos los residentes en este país con su lucha pacífica pero tenaz.
Médicos, enfermeros y demás personal sanitario –muchos de ellos funcionarios
con plaza garantizada- han recorrido las calles sonrojando a aquellos que
incluso han rozado el absurdo al afirmar que la protesta encubierta versaba
sobre la cancelación de las pagas extras; argumento que tendría algo de
fundamento si bomberos, policías, forestales, profesionales de Hacienda… no se
hubieran visto privados de dicha remuneración o formaran parte de una reivindicación
tan sólo similar.
Parece que las olas blancas se han reconciliado
con la costa en la sentencia de unos jueces que han interpretado la ley, esta
vez, como la hubiéramos interpretado cualquier ciudadano iletrado pero justo. Por
todos es sabido que un juez sólo debe aplicar la ley de manera independiente,
que los jueces deben ser seres asépticos moralmente. Sin embargo, a tenor de
algunas resoluciones, sin lugar a dudas justas desde el punto de vista
legislativo pero moralmente discutibles para el común de los mortales, a veces
existe la duda de si podrán o no olvidarse de su bagaje personal, de sus convicciones
éticas y de toda suerte de presiones antes de emitir una sentencia. Por eso, ahora
que el sol nos revela un final -que no
un punto y final- queda la duda o el miedo de qué desenlace habría tenido esta
marea si estos jueces no fueran hijos de la España de Suarez y González, si no
fueran hijos de los que no votaron por
primera vez a los dieciocho años, hijos de una generación que nunca pudo soñar
con pisar una universidad; si no fueran hijos de la E.G.B.; sino hijos de una
educación segregada por sexos y clases sociales, jueces que desde niños
hubieran sido apartados de la realidad
social, de otros grupos de personas con toda clase de circunstancias, usuarios
de diccionarios donde se hubiera borrado la palabra empatía… En tal caso, y
sólo si los jueces resultara que son humanos,
no nos quedaría otro remedio que confiar nuestro rumbo al Legislativo y
al Ejecutivo…
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