Hace unos días, casi por casualidad, di con un reportaje
sobre el papel de los médicos en el medio rural. El reportaje se circunscribía
a un área minera en el interior de
España y aunque no era el objetivo del mismo, se podía advertir con facilidad como
la envejecida población padecía las
consecuencias de haber trabajado en la mina.
En realidad, los pacientes eran en todos los casos la población masculina; y en casi todos los casos, sus esposas, visiblemente más sanas, cuidaban de ellos y ejercían con destreza de enfermeras a tiempo completo. Obvio, fueron ellos quienes se sumergieron día y noche en esas cavernas de sílice, antracita y hulla.
A medida que iba avanzando el reportaje la tristeza se iba apoderando
poco a poco de mí. Sentí tristeza al poner rostro y voz a la crueldad de la vida: alguien que ha
pasado la mitad de sus días bajo tierra, sin poder ver la luz del sol ni sentir
el aire fresco, al final de su camino, ni siquiera tiene la justa recompensa de
una vejez apacible y se tiene que resignar a sobrevivir conectado a una máquina para poder respirar… Uno sabe
que las cosas son así, que este viaje no es una cadena de acciones y reacciones
justas y proporcionadas. Quizá por eso, porque ya es bastante difícil asumir
los ensañamientos del destino, la tristeza cedió su espacio a la rabia cuando intenté encontrar el fin o
el sentido de todo aquello; encontrar sentido al desgaste de esos hombres. Respuesta
sencilla: hacer rico a otro hombre. Me
indigna que haya (ayer, hoy o mañana) trabajadores que se dejan (o dejamos) la
vida en hacer rico a otro hombre, ni más ni menos que ellos, sólo otro hombre .
Quizá porque la mente de algunos seres humanos funciona así
-se auto protege- o quizá porque el adoctrinamiento social ya ha hecho mella en
mí, surgió repentinamente un argumento que a priori calmó mi irritación. Pensé, que quizá estas personas podrían haber
elegido otra suerte, o al menos podrían haber tratado de compensar los efectos devastadores de la mina. Podrían haber
dedicado el resto de su tiempo a hacer deporte,
a comer convenientemente, a hacer curas de salud… En definitiva, a paliar los efectos de lo que no podían
evitar. Afortunadamente, esta indigna reflexión no duró nada más que unos
minutos en mi mente, se vio interrumpida por el asalto de una nueva interconexión
neuronal en forma de pregunta: ¿qué
pensarán nuestros hijos de nosotros dentro de 50 años?
¿Qué pensarán cuando nos vean aquejados de las enfermedades
que claramente nos ha causado esta vida
laboral? Seguramente pensarán que no supimos decirles a nuestros jefes que
nuestro horario laboral acaba a las siete de la tarde; que no entendimos que
encendiendo el ordenador en fin de semana para adelantar un informe lo que
adelantábamos en realidad era el riesgo de sufrir un infarto; que realizando
durante ocho horas el mismo gesto improductivo no poníamos en peligro nuestros
pulmones pero si le poníamos una alfombra roja al alzheimer o a la demencia senil. Seguramente, pensaran que al menos
podríamos haber sido capaces de saber gestionar el estrés y evitar la
alienación, que podríamos haber comprendido que salir de la oficina después
de doce horas y bebernos un gintonic no nos ayudaba; que vivir en una ciudad de más de 7 millones de personas
agravaba los síntomas de la ansiedad y
la depresión; nos preguntarán cómo no vimos que perdiendo toda conexión con
el mundo rural nos precipitábamos hacia toda suerte de enfermedades físicas y
mentales.
Y con la mente ya instalada en el futuro, en nuestro futuro, sentí miedo; miedo porque nosotros no tendremos a
nuestra señora que nos cuide, ni ella nos tendrá a nosotros; ambos estaremos
aquejados de los mismos males. Apagué la televisión preguntándome quién cuidará de nosotros