El tiempo se lleva el brillo de la mirada, la luz de la piel
y el color de las sienes, pero a cambio nos deja serenidad y aplomo. No sé si
salimos muy bien parados de este inevitable trueque, pero gracias a él
conseguimos pactar con nosotros mismos los términos en los que queremos ir
viviendo el resto de nuestros días. Es la calma la que nos permite reconocer
nuestras miserias y debilidades; ambas, semillas de las actuaciones más
reprobables. Y sólo en calma podemos acordar las leyes que regirán en adelante.
Sólo con el paso de los años y las cicatrices de las heridas
auto infligidas, entendemos que debemos ponernos límites, normas a nosotros
mismos, normas de auto convivencia. Y sólo, las que nacen de nuestro pleno
convencimiento son cumplidas y respetadas.
Como en el ámbito individual, en lo colectivo, las leyes no
deberían ser otra cosa que nuestras reglas del juego, las que nosotros, los
ciudadanos, decidiéramos en un ejercicio
maduro y sereno. Las leyes, deberían ser las bandas que delimitan el campo
donde queremos jugar, pero dichas bandas, para que gocen de sentido, de
legitimidad, deberían ser pintadas por los jugadores. Las leyes son nuestros
límites como sociedad, son el reconocimiento expreso de nuestras miserias; son
la asunción de las atrocidades que somos capaces de cometer cuando nos invade
la ira, la euforia o la desesperanza.
Probablemente por eso, porque las leyes deberían manar de
nuestra esencia colectiva, porque deberían reflejar lo que somos; no hemos entendido
que la Ley no lo contemple que el Juez Castro pueda concluir el caso Palma
Arena.
Esta semana, el Tribunal Superior de Justicia de las Islas
Baleares (TSJIB) ha dictado que el Juez Castro no puede posponer su jubilación
–como tantos miles de españoles- y cerrar así uno de los casos de corrupción
que más importan a los españoles. Argumentan que la Ley no contempla tal
posibilidad.
Será verdad, será cierto que la Ley no contempla tal
posibilidad y que el TSJIB dicta su sentencia única y exclusivamente
amparándose en la legalidad; el problema es que nadie se lo cree. Lo dramático,
es que al leer la noticia, lo que la inmensa mayoría del pueblo español siente
–y lo siente en las vísceras- es que esto es otra argucia para evitar que se
imparta justicia; que durante todos estos meses hemos sido víctimas de una
pantomima en la que nos han dejado creer que el sistema todavía funciona pero
que al final, cuando toca resolver la trama, la complican y enredan de un modo
en el que nadie sabe si se encienden las luces porque se ha acabado la función
o si se trata de un receso para acudir al escusado. Nos hemos sentido, una vez
más, humillados.
Si el caso no fuera el que es y si los imputados no fueran
quienes son, quizá nos creeríamos que el TSJIB actúa como actúa en un ejercicio
de aplicación taxativa de la ley. Pero lo cierto es que el caso es el que es y
los imputados son los que son. Por tanto, si el poder judicial ha actuado
correctamente, si al amparo de la Ley no puede concluir sino como ha concluido,
deberá entrar en escena el poder legislativo. Porque lo que se ha puesto de
manifiesto, una vez más, es que los ciudadanos no nos sentimos amparados en el
actual sistema judicial. Desconfiamos de algunos jueces, desconfiamos de la
independencia del sistema judicial en su conjunto, desconfiamos incluso de los
agonizantes tiempos de resolución de una causa -consecuencia directa de la
falta de dotación presupuestaria a los juzgados-, y ahora además, recelamos de
las propias leyes.
Las leyes pueden y deben ser cambiadas porque es peligroso,
muy peligroso, que la inmensa mayoría de los ciudadanos sienta rabia,
frustración o humillación al escuchar una sentencia judicial. Las leyes ni son
ni deberían ser un cubo estático e inamovible; las leyes deberían dibujarse y
desdibujarse para mostrar en todo momento nuestro principio y nuestro fin como
sociedad.
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