Mi abuela se fue hace ya casi diez años, se marchó dejándome
un millar de recuerdos, un agujero en el corazón y un puñado de palabras
atascadas entre mi garganta y el lugar donde habita la culpa.
Quiso dejarme al partir la caja donde ella guardaba las
cartas que le enviaban sus hijos desde el extranjero; cartas que jamás pudo
responder de su puño y letra. Fue una de las tantas personas que sufrieron los
dramáticos acontecimientos del pasado siglo en España, era sólo una más entre
los tantos millones de españoles que no sabían leer ni escribir. A decir
verdad, ella sí sabía leer, pero tan sólo le enseñaron a replicar su nombre y
su primer apellido.
Me dejó la caja llena de historias que yo devolví a cada uno
de sus protagonistas, y durante diez años, creí que lo único que contenía era
el segundo de sus regalos: una cinta azul de la Virgen del Pilar. Era su
amuleto; decía, que como le ocurrió a la Virgen, no le libraba de las bombas de
la vida pero sí hacía que no la hirieran de muerte.
Yo a cambio, para su último viaje, le di todo el amor que
supe darle y le privé del derecho de saber cuál era mi verdadero sueño.
Nunca me atreví a decirle que mi anhelo era contar
historias, construir relatos con esas palabras que ella no sabía usar. Cómo se
le explica a alguien que ha sido privada de algo tan básico que quieres pasarte
la vida jugando con las palabras; que para ti no son una herramienta para
alcanzar una vida más cómoda sino que son la vida en sí misma.
No supe hacerlo, la dejé partir sin decirle quien era yo
verdaderamente.
Hace unos días hubiera cumplido 94 años, supongo que por eso
cogí la caja que me regaló, supongo que no fue casual que al cogerla llamaran a
la puerta –ya nadie llama a la puerta sin avisar previamente -, imagino que por
eso me sobresalté y se deslizó entre mis dedos. Pude verla caer con total
precisión, pude ver como impactaba contra el suelo y como poco a poco empezaba
a resquebrajarse el legado de mi abuela hasta acabar siendo lo que un día fue:
un montón de trozos de madera sin orden ni lógica alguna.
Cuando regresé de atender a mi inesperada visita, me agache
para recoger con sumo cuidado cada pedazo de lo único que me quedaba de ella,
con la esperanza de que alguien pudiera ayudarme a reconstruir mi tesoro. Y entre las aristas de lo fortuito encontré mi herencia.
Tres minúsculos trozos de papel habían permanecido
escondidos en un doble fondo durante todos estos años; recortados a mano y sin
lugar a dudas escritos por mi abuela decían:
RÍE, NARRA / TEME, NARRA / AMA, NARRA
Mi abuela se llamaba MARÍA MARTÍNEZ.