Román entendió, de verdad entendió, que Candela se había
marchado cuando vio sus zapatillas de casa debajo del butacón del dormitorio.
Sin ella, aquel par de zapatillas pasaban a ser eso, un par
de minúsculas alpargatas carentes de sentido. En nadie más tenían razón de ser,
sólo en ella, sólo en su pie...
Román tomo las zapatillas y las olió. Olían a limpio, a jabón
de tajo; como todo en ella, como toda
ella. Candela tenía la virtud –o eso creía Román- de convertir todos los olores
en uno solo: el de la pulcritud.
Y aquellas pulcras zapatillas le llevaron de viaje por las
estaciones de una vida. Al tocador, a su colonia que sólo en ella olía a mar; a
los cajones llenos de impoluta y blanca ropa interior; al armario, a sus
vestidos, a los abrigos que olían siempre a ropa recién tendida en un día de
primavera…
Le llevaron al baño, al olor del jabón de ducha, al pasillo
donde treinta años de fotos le recordaron que se había ido, que estaba solo. La
buscó en el lugar donde tantas horas había pasado cocinando para él; la buscó
en el aroma de las especias, en el olor de
la cesta de los frutos secos, en el sabor de las uvas pasas; pero sólo halló
otoño… Y se sentó.
Se sentó en el sofá en el que ella se sentaba, quizá por primera
vez. Se sentó queriendo recuperar todas aquellas tardes en las que ignoró las
historias que le contaba. Ya no estaba, ya era tarde. Se derrumbó.
Román entendió que Candela se había marchado el mismo día
que descubrió que hubo algo en la vida de Candela que no se mantuvo inmaculado.
Alzó la vista y descubrió el secreto mejor guardado de
Candela. Ahí, delante de sus narices estaba y había estado siempre presente.
Román jamás había leído un libro. Nunca se había interesado
por las historias que ocurrían junto a él, en su lecho, cada noche; y ahora
Candela se había ido dejándole 2.325 cuentas pendientes.
Tomó uno de aquellos libros al azar, o uno le tomó a él: Como agua para chocolate. Lo abrió y una
ráfaga de vida inundó todo su ser. No olía a Candela, no olía a pulcritud.
Jamás antes había conocido aquel aroma con el que llevaba años conviviendo.
Empezó a abrir otros: Retrato en Sepia,
Cien años de Soledad, La soledad de los números primos, El alquimista…
Todos portaban un olor común y todos tenían su propia identidad: el olor de la pasión,
del amor, de la traición, de la ira, del sexo, de las mentiras…
Y fue así, descubriendo el verdadero perfume de su mujer
como Román empezó a leer su primer libro. Fue de la mano de Tita y Pedro, de
Mamá Elena, de Gertrudis… como Román entendió que ahí estaba Candela. Que en
todos aquellos libros estaba su mujer, su compañera, su cuidadora, su
sonrisa… Y que aquella librería, sin
lugar a dudas, era su herencia.
2.325 libros llenos de millones de historias con las que
volver a vivir a Candela y con los que sentir cada mañana que abrir los ojos
merecía la pena; aunque ya no estuviera Candela...
Que gustazo leerte, amigo.
ResponderEliminarNecesitaré una segunda lectura, más pausada, para disfrutar del texto en toda su plenitud. Pero así, a bote pronto, te diré que me ha encantado.
Gracias.
Un abrazo.
Muchas gracias Paco. Lo cierto es que éste está escrito desde el corazón... Un abrazo
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