Cuando Sebastián abrió el álbum de fotos de su primer viaje
a Londres y las encontró todas veladas pensó que alguien las había estropeado y
no se había atrevido a decírselo.
Días más tarde, cuando regresó a por él esperando encontrar
una manera de restaurar su pasado y encontró las fotos intactas, supo que algo
no andaba bien.
Sebastián descubrió el placer de parar el tiempo el día que
cumplió dieciocho años. Con gran esfuerzo, sus padres habían logrado reunir las
45 pesetas que costaba la cámara que cada mañana, de camino al trabajo,
Sebastian admiraba en el escaparte de la de la Calle Montera con la Gran Vía. Desde entonces, nunca dejó de inmortalizar las escenas de su vida: personajes
protagonistas, personajes secundarios, extras, decorados, fondos, atrezo… Todo
quedó encerrado en miles de pedazos de ciento cincuenta centímetros cuadrados. Y todos aquellos retales ostentaban un lugar
protagonista en la modesta casa que le había visto vivir.
Por eso, cuando encontró el álbum intacto supo que nadie
había entrado a profanar sus recuerdos; supo, que era su mente la que había
empezado a velarse y no las fotos.
No pudo evitar pensar en lo absurdo que había sido acumular
instantes en un montón de estanterías. Pensó, que en unos meses, quizá en unas
semanas, ojear aquellas fotos sería como mirar la publicidad del supermercado y
decidió vaciar los estantes de recuerdos carentes de sentido. Se deshizo de
todas las fotos salvo de una: la foto que una joven francesa le pidió que le
hiciese a los pies de la Torre Eiffel portando un mensaje en un trozo de papel.
Se deshizo del pasado para hacer hueco al presente.
No quiso perder tiempo, no quiso arriesgarse a que mañana
fuera tarde y ya no recordara como se arrancaba el coche. Llenó el maletero de
botes de cristal y partió rumbo a los lugares que un día vivió detrás de una
cámara.
Viajo a pasear descalzo en el mar, a arrancar la hierba con
los dedos de los pies, a oler a café y tostadas, a sentir la sal en las
heridas, a oler a lluvia, a escuchar el
silencio del amanecer….
Y llenó los botes con lo más parecido que encontró a la vida;
reservando uno vacío para meter la foto de la joven francesa que portaba un
cartel que decía “Aquí y ahora”.
Guardó para cuando llegaran las frías noches de enero -que
llegarían-, poder abrir el bote de arena, cerrar los ojos, hundir la mano y
perderse en el mar…
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Querido lector, este relato pertenece a la serie La maleta de Belinda. Para que puedas disfrutar plenamente de él, te sugiero que leas el primero, La maleta de Belinda, y el último, El final. Los puedes encontrar pinchando aquí abajo en la etiqueta La maleta de Belinda, fueron publicados el 04/10/2015 y el 16/12/2015, respectivamente. Ni que decir tiene que estás más que invitado a leer los otros 7 relatos de la serie.
Fulminante. Terapéutico sin duda alguna. Gracias!!
ResponderEliminarGracias a ti por pasarte por aquí y dejar unas palabras tan bonitas. Espero que sigas disfrutando cada lunes con las próximas entregas. Un fuerte abrazo.
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