Una persona que se
quita la vida, es una persona para la que la luz se apagó hace mucho tiempo,
que nadie lo dude. Tanto importa que sea en nombre de un dios en medio de una
multitud, que en el más pudoroso anonimato. Pero quien renuncia a este milagro
que es vivir, hace mucho que perdió la esperanza. Su herida es tan grande que
se le desborda por los costados, que no le cabe entre las aristas de su cuerpo,
y no le queda más que desvanecerse como pólvora en el espacio. Que nadie tenga
la menor duda.
Se va, porque no se
le arrasan los ojos de lágrimas al ver a su hija dar sus primeros pasos, porque
no estalla en una carcajada al ver que su hijo ha aprendido a ir en bicicleta
sin ruedines, porque no siente nada al acariciar el lomo de su perro Pistolo.
Se marcha, porque el
lunes no cambia de color al recordar que junto a la cama, en la mesita de
noche, espera un nuevo capítulo de Patria.
Porque el olor a café y tostadas no son la alfombra roja a un nuevo día, el
aroma que borra cualquier rastro del fracaso del día anterior. Porque el
estreno de Juego de Tronos no es suficiente para que un reguero de hormigas
vuelva a recorrer su estómago.
Se apea del mundo
porque no basta con un botellín helado de cerveza en un Barça-Madrid para que
la noche del jueves se tiña de cálidos destellos. Porque no merece la pena llegar, al menos, hasta el 12 de septiembre para
leer lo nuevo de Almudena Grandes. Mucho menos dar un paso más, quién sabe,
hasta el próximo concierto de Justin Bieber en España, hasta que Madonna vuelva
de nuevo; hasta que florezcan los tulipanes.
Pensar en algo más,
en ver a esa niña que empieza andar licenciarse en Medicina, a ese niño que
hace malabarismos sobre dos ruedas subir el Tourmalet, es tener muchos
arrestos.
Y quien decide
retirarse de esta aventura, no los tiene. Y esa es una grave enfermedad que nos
toca curar a todos.
Hoy nos toca
llorar, porque a los muertos hay que llorarlos, y recordarlos; eso siempre. Nos
toca hacer un profundo y sentido duelo, nos toca agradecer seguir vivos. Nos
toca castigar. ¡Eso que tampoco nadie lo dude! Porque no cabe duda que uno se
puede marchar sin hacer ruido, como un señor, como una señora. De modo que
sobre quien se va dejando dolor a su paso, que caiga toda la ley sobre sus
espaldas, toda la justicia: la ortodoxa y la divina. Bien están donde están
aquellos que yacen bajo tierra por haber intentado llevarse la vida de los que
sí queremos vivir. No merecen otro lugar, no merecen otra oportunidad. No en mi
opinión.
Pero los que nos
quedamos, tenemos a su vez la difícil tarea de dar aliento a quien no lo tiene,
de invitar a la fiesta de la vida a quien está pensando en marcharse, de
seducirle con lo bello que es vivir. Pero vivir en paz, en armonía, en
concordia.
Qué nadie piense que
no es nuestra labor porque la es. Los que hemos optado por vivir en sociedad,
hemos renunciado a una parte importante de lo que somos como individuos para
entregarlo a un ente superior y etéreo del que formamos parte. Y ese ente, que
somos todos y que tanto importa si se llama Sociedad, Patria o Estado, tiene
una serie de funciones y responsabilidades; las tenemos todos.
En su función
paternalista, el Estado, la Sociedad, o como convengamos llamarle, deberá
revisar el concepto de integración y deberá sentarse a pensar qué puede hacer
para curar la desesperanza de sus hijos. No puede seguir obviando que algo
pasa, no podemos seguir fingiendo que todo marcha bien, no podemos mirar hacia
otro lado, decir que son rabietas puntuales de la edad que el tiempo calmará.
Porque no lo son. Una parte de lo que somos, de lo que hemos construido está
enferma. Gravemente enferma. Suyos son los actos y suyas las consecuencias.
Ellos y sólo ellos son responsables de sus pasos, pero nuestra es la tarea de velar por nuestros
hijos descarriados, de encender una vela que ilumine el camino del regreso a
casa para así protegerla y salvarla; a ella y a quienes habitamos dentro.
Curarnos de la desesperanza es tan urgente como lo fue en su día
curarnos de la peste o como lo es hoy curarnos del cáncer. Porque ambos males son
el mismo mal: el final de la vida para quien ya tenía los tulipanes sembrados,
su libro de Almudena Grandes encargado y las cervezas enfriando en la nevera,
para quien sí quería vivir.
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Nunca pido que
compartáis mis publicaciones pero esta vez versa sobre una cuestión urgente.
Asistimos a un momento complejo. La parte más oscura del mundo se está
aprovechando de las personas perdidas para sembrar el terror. Pero también la
parte más oscura del mundo se está sirviendo del miedo para fragmentarnos y
hacernos olvidar los valores fundamentales de nuestra Sociedad. Se tambalean
los cimientos de la casa en la que vivimos, todos y cada uno debemos hacer
nuestra parte. Es responsabilidad de todos hacer que la luz que somos, se haga más
y más grande. Si has resonado con las palabras que has leído, te pido que las
compartas y las difundas. Se lo debemos a nuestros ancestros, a los que
lucharon, sufrieron o murieron para dejarnos un mundo mejor. Se lo debemos a
nuestros hijos. Nos lo debemos a nosotros mismos. Gracias.