El amor a la Tierra, se lo
debo a mis padres. Con ellos, con su manera de estar en el mundo, comprendí
cómo fluía la vida.
Durante
el tiempo que duraba la siega dormíamos en una casilla en el campo, él y yo. Mi
madre nos subía cada día la comida desde el pueblo –unas tres horas entre subir
y bajar-. Un día, mi padre me dijo: «Si quieres mañana te despertaré para que
veas salir el Sol por La Modorra,
luego te duermes otra vez.» Pero fue tan hermoso que ya no pude dormir.
Recuerdo la siega de los
trigos con mucho cariño, mi padre segaba y yo jugaba con los saltamontes,
observaba el trabajo de las hormigas, escuchaba el canto de las cigarras, las
perdices con sus crías, percibía el aroma de las plantas que al amanecer
soltaban sus perfumes, el canto de los pajaricos:
la vida se ponía en marcha y yo formaba parte de esa magia.
Yo contaba los fajos que
mi padre había segado, él me decía los kilos de trigo que llevaba cada fajo
aproximadamente, y yo calculaba los kilos que llevábamos segados: así empezó,
por ejemplo, mi interés por las matemáticas. También por el sentido de las
cosas: de allí saldría el pan que tan bueno estaba con vino y azúcar para
merendar en las tardes de invierno. Aquello tenía sentido y sabor, allí estaban
las sales de la vida.
Pero en un descuido me
hice mayor, y quise saber qué había más allá. Me fui a Barcelona, me volví. Me fui a Francia, me volví. Me fui a Alemania, allí casi
hecho raíces, tuve a mi primera hija, pero también me volví. Es como si todas esas vivencias de mi infancia actuaran
como un enorme imán que me atraían hacia el pueblo una y otra vez. En un pueblo,
Burbáguena, llevo más de cuarenta años, he criado a mis hijos y he sacado
adelante la vida.
Y lo he visto marchitarse.
Tengo
76 años, mi vida no puede ser ya muy duradera, por lo cual, me esfuerzo en
aceptar que no lo veré resurgir, ni a éste, ni a los demás. A mí me ha tocado
vivir la decadencia. Así es la vida: también esto me lo ha enseñado la Tierra.
Pero
de repente aparece un virus que lo cambia todo, que en unas semanas paraliza al
mundo y brota en mí de nuevo el optimista que siempre seré. Y la necesidad de
decirle, a quien quiera escuchar: que la Tierra siempre estará, el agua siempre
estará, el sol siempre estará.
Que hay un todavía.
Pienso en las miles de
personas, quizá millones, que están perdiendo sus empleos mientras veo yermos
los campos y cerradas las casas. Pienso en la rapidez con la que se propaga el
virus en las ciudades atestadas de gente, pienso en la lección que sin duda
esto es. Y siento la necesidad de decir una de las pocas certezas que tengo: que
la vida está en las pequeñas cosas que en su conjunto forman algo muy grande.
El futuro está ahí, en lo
pequeño.
El que yo veo, el único
que puedo imaginar, y esta pandemia me reafirma todavía más en ello, pasa por
un modelo de agricultura diferente y el reparto de industrias en cabeceras de
comarca. Equilibrio.
El Valle del Jiloca es el lugar que yo
conozco, pero sospecho que el remedio podría aplicarse a cualquier parte de la
España vacía.
Agricultura diferente:
poner freno a las grandes explotaciones dando paso y vida a las pequeñas y
medianas explotaciones familiares. La unión, la recuperación de las
cooperativas traídas a este siglo. Tenemos productos que se pueden presentar en
cualquier parte del mundo: fruta, vino, azafrán…
Las ovejas y las cabras
pastoreadas en pequeños rebaños, los cerdos en semilibertad.
Industria que aligere el
peso de las ciudades que se asfixian y nos de aire a los pueblos que
agonizamos.
Equilibrio.
Tejido social. Volver a
mirar a nuestros vecinos, no solo a las ocho de la tarde, cada día.
Cuando todo esto pase,
cuando puedan volver a viajar, vengan, regresen a las casas de sus padres y sus
abuelos, abran las ventanas -como decía la canción de Labordeta que las limpie el aire-, asómense y miren
al horizonte, miren más allá de donde habían mirado.
Y piensen en lo hermosa
que es la palabra todavía.
José Rodrigo Rubio.
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José Rodrigo Rubio es mi padre, autor de este hermoso artículo. Es el hombre que aparece en la fotografía junto a mi padre, su primera nieta y su burro. Nació en 1943 y ni siquiera pudor terminar los estudios primarios. Sin embargo, es una de las personas más sabias que conozco.